Perdonad mi ausencia. El otro día me enteré de que una persona ya no leía mi blog, y a eso se le sumó una montaña de problemas que me han apartado de vosotros.
Es triste enamorarse. ¡Ya véis lo que dura el amor! Un suspiro, una noche, unas vacaciones. Puede que medio año, o un año, o dos. Puede que media vida. O la vida entera.
Pero, al final, el amor se acaba. Es como la vida; se parece tanto a ella, ¡que el que es de verdad dura exactamente lo mismo!
O eso dicen.
Mi abuelo Luís vivió décadas con el amor de su vida. Con Isabel, la mujer más maravillosa que he conocido en mi vida. Me brillan los ojos cuando pienso en ella, y ya, ya, casi lloro. Aún no. Pero la vida es tan triste como el amor, porque un día se acaba.
O puede que eso sea lo que la hace el regalo más grande. Como el amor. Sea como sea, mi abuelo se perdió en los pliegues de las sábanas de aquella cama de hospital, hace nueve años. El último suspiro de mi abuela se llevó a Luís consigo, y nos dejó a un hombre que no sabía qué hacer con su mundo. ¿Qué mundo, si ya no estaba ella?
Enamorarse es triste. Vivir, un reto. Y es que ahora le veo ahí, en el hospital, con la mirada perdida y la mente ausente; le veo y él está en alguna otra parte, pensando en días que han quedado muy atrás. Dicen que la edad va borrando los recuerdos más recientes. ¿Os imagináis? Que llegue un momento en que sólo recuerdes aquellos años que pasaste junto a ella. Que no recuerdes que ya no está, y vuelvas a ser feliz.
Enamorarse es ilusión. Vivir, felicidad a plazos.
Como dijo el poeta, "que muera la noche || y vivan los enamorados."